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Algunas notas para la nueva LEU

Iván Olaizola D’Alessandro
Que hermosas lucen las tapas de refresco en el pecho de un general triunfador de muchas batallas. Su discurso nos hizo regresar a la Angostura del Libertador, con todo y Pancho Zea presidiendo la sesión.
He dedicado buena parte de mi vida a la universidad. Justo desde 1958, cuando ingresé a la universidad me tocó jugar papeles de cierta importancia. Primero como estudiante y dirigente estudiantil, luego como profesor y dirigente gremial y después como gerente académico, es decir que he tenido la suerte de estar en todos los estratos y niveles de la vida universitaria, lo que me ha permitido acumular experticia y experiencia en el tema y por lo tanto me atrevo a aportar, a riesgo de ser tildado de ultra conservador, lo que a mi edad poco importa, algunas consideraciones sobre la futura Ley de Educación Universitaria.
Cada vez que leo y releo la Ley de Universidades vigente, la reformada parcialmente en septiembre de 1970 pero que conserva los aspectos fundamentales del Decreto Ley No. 458 del 5 de diciembre de 1958, pienso que es un buen instrumento jurídico, elaborada por hombres de reconocida probidad e idoneidad en el tema, universitarios integrales, con una hermenéutica jurídica propia de sabios legisladores y en tiempos de sindéresis de la dirigencia política del país. Recuerdo que a esa ley, en un determinado momento, fue calificada por el Dr. Ernesto Mayz Vallenilla, como un poema de ley. Los seis primeros artículos de esa ley establecen, con claridad meridiana, excelente redacción y precisión, los conceptos ancestrales y permanentes de la Universidad universal. Artículos pétreos podríamos decir. Y así podemos ir analizando artículo por artículo de la ley vigente y concluir que definitivamente ella sigue teniendo vigencia. En esa ley se trata todo lo relativo a la Autonomía universitaria (la organizativa, la académica, la administrativa y la económica y financiera), la inviolabilidad del recinto universitario, al tipo de instituciones (universidades públicas y privadas, institutos y colegios universitarios), al Cogobierno con la representación de los profesores y estudiantes, la Extensión y la Investigación universitaria, de los Consejos de Fomento y de Desarrollo Científico y Humanístico, de la Cultura y el Deporte, al ingreso por concurso del Personal Docente y de Investigación y su clasificación, de la Libertad de cátedra, de los estudiantes y egresados, la admisión de los estudiantes y su previsión social, la gratuidad del ingreso, la vinculación de la docencia e investigación y su inserción en la sociedad. En fin que toca casi todos los aspectos relevantes de la educación universitaria, más propiamente denominada educación superior, como es actualmente en la mayoría de los países.
Claro que mi conservadurismo no llega al extremo de no estar de acuerdo con que se haga una nueva Ley de Universidades, pero me resisto a que se tome como base de discusión para ella la Ley de Educación Universitaria aprobada, de forma inconsulta, en pocas horas y de madrugada, por la roja Asamblea Nacional. De lo que uno pudo leer de ese bodrio de instrumento legal lo hace concluir que lo poco, muy poco, rescatable del mismo está mal redactado, redundante, reglamentario y contradictorio, con repetición abusiva de sinónimos y de género, con pobre sintaxis y una incomprensible hermenéutica jurídica. Centralista y anti autonómica. Demagógica y populista.
Me pronunciaría más bien por tomar como base de discusión la actual Ley de Universidades, actualizarla, modernizarla, adaptarla a las nuevas realidades de una universidad que ha evolucionado, fundamentalmente en cuanto a la cantidad de recursos y de usuarios del sector. Y legislar para poner énfasis en un eficiente manejo gerencial de las mismas, de mayores controles y supervisión, de más participación de todos los sectores que hacen vida en ellas, de ponerlas más al servicio de la sociedad, de la nación, de mejorar la investigación y extensión. Que se aumenten las exigencias de ingreso, tanto para profesores como estudiantes. Que la autonomía no se pueda usar para convalidar ilegalidades. Que la excelencia esté presente en todos los postulados de la nueva ley como exigencia para todas las instituciones de educación superior.
Pero fundamentalmente la nueva ley debe ser redactada por gente idónea en el tema, gente de probidad comprobada, universitarios a toda prueba y dentro de un espíritu de concordia y tolerancia, de alta flexibilidad, de respeto a las ideas y planteamientos de todos, de alta participación, poniendo a un lado intereses subalternos y posturas ideológicas excluyentes. Sólo así se podrá lograr que se sancione una Ley de Educación Superior, como se me ocurre debería ser propiamente denominada, que permita formar los recursos humanos de alta calidad que el país de este siglo necesita. Ley que pueda regirnos por, al menos, otro medio siglo como la que estamos por cambiar. Sigue el debate.

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