La ONU estima que cuatro millones de venezolanos han
huido de sus hogares para buscar refugio en países vecinos como
Colombia, Ecuador, Brasil y Perú. Abandonar su país de origen no es solo
otra historia de la migración, es una cuestión de supervivencia.
Vida
o muerte. Eso es lo que está en juego cuando una familia o un individuo
deja su país. El éxodo masivo de refugiados y migrantes provenientes de
Venezuela parece una herida abierta. Migrante es su estatus, pero
quienes eligieron salir de su país son niños, niñas, adultos mayores,
mujeres, hombres, adolescentes y jóvenes en busca de esperanza.
Dejar
atrás todo referente es una dificilísima decisión. Los que han migrado
son el equivalente al 63% de la población de El Salvador o al 80% de la
población de Costa Rica. La masiva migración venezolana equivaldría a
vaciar completamente las calles y barrios del estado de Oregón, en
Estados Unidos.
Hasta hace algunas semanas, se contaban 35.000
personas diarias que salían de Venezuela en una migración pendular; es
decir, salían hacia Colombia en busca de alimento, agua, medicamentos y
educación y regresaban, y de ellas, 5.000 salían cada día para no volver
nunca. Con la reapertura del paso sobre el puente Simón Bolívar que une
Colombia y Venezuela, el número de migrantes se duplicó. Miles
continúan saliendo de un país lesionado por una profunda fractura
económica, social y política que llevará años sanar.
La historia de María
Estar
en campo, mano a mano junto a los afectados nos ha permitido presenciar
en primera persona la desgarradora realidad de la persona migrante. Me
gustaría contar la historia de María para que no se olvide, una joven
madre que con un bebé en brazos, decidió salir de Venezuela. Llegó
andando a Cúcuta, Colombia, la primera frontera que cruzó y tras una
breve parada apenas para descansar, emprendió un peligroso y extenuante
viaje bajo un sol que lacera la piel a 32 grados. Con su bebé abrazado a
su pecho, inició un ascenso de 1.471 kilómetros para llegar a
Rumichaca, Ecuador, la segunda frontera. Hizo algunos tramos del viaje
en bus y otros a pie. En el camino, algunos albergues de personas de
buena voluntad y organizaciones no gubernamentales le ofrecieron refugio
temporal y alimento.
Perú, que ha recibido cerca de 800.000
migrantes provenientes de Venezuela parecía ser el lugar del trabajo y
acogimiento anhelado. Por eso eligió emprender el peligroso trayecto
hasta su destino, Tumbes, el tercer puesto fronterizo que cruzaría.
María apresuró el paso ante la posibilidad de que se instaurara el
requisito de visa para venezolanos.
Para entonces, el cambio extremo de temperaturas que en las madrugada
es cercana a cero, y el agotador ascenso andino hacia Rumichaca,
Ecuador, habían hecho mella en la salud de María y en la de su bebé.
Estaba agotada, pero no había medicinas, no había alimento, no había
trabajo y ella quería salir adelante y sacar adelante a su niño. Ya en
Ecuador, María miró a su bebé y descubrió que no había soportado el
viaje. Había muerto. Y ella no soportó el dolor de perder lo más
preciado en su intento desesperado de encontrar mejores condiciones para
que creciera. María, desesperada, saltó de un puente en Rumichaca,
huyendo del dolor.
La historia de María no necesita acentos
dramáticos. Es el relato de migrantes con los que hablé a mediados de
junio, mientras visitaba nuestros programas de ayuda en Tumbes, poblado
fronterizo en el que trabajamos junto con líderes comunitarios, iglesias
y otras agencias de cooperación.
Migrar es un derecho
Una
vez considerado uno de los países más prósperos de la región, casi el
90% de la población de Venezuela vive ahora en la pobreza. Cada día se
estima que 35.000 personas cruzan desde Venezuela hacia países vecinos,
incluyendo Colombia y Brasil. La mitad de ellos son niños. Algunos
viajan solos y otros con sus familias, pero todos huyen de la pobreza y
la inseguridad que amenazan la vida para buscar un futuro más brillante y
rico en oportunidades
Continuamos aquí, porque cuando la
necesidad de otro ser humano pase desapercibida ante nuestros ojos, ese
día habremos perdido la guerra. Continuamos aquí convocando voluntades,
porque cuando el hambre de una familia y la búsqueda de sustento de un
extranjero nos separe en discusiones por nacionalidad, ese día habremos
perdido nuestra humanidad.
Migrar es un derecho, y al
resguardarlo, también velamos por las comunidades de acogida. El eje
central de nuestra labor es la integración de las comunidades migrantes y
las comunidades de acogida, creando espacios de protección para la
infancia, proveyendo nutrición, ayuda humanitaria y asesoría legal. La
labor de organizaciones especializadas en infancia como World Vision
enfatiza la educación de niños y jóvenes, el desarrollo de capacidades
productivas para los padres y madres de familia y prioriza la protección
de los migrantes menores del asedio de redes criminales de trata y
abuso.
Joao Diniz es líder regional de World Vision Latinoamérica
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