Prensa/Emisora
Costa del Sol FM11-11/13-11-2018.- Surgen casi siempre de la
nada, se empinan de repente a alturas del poder que al común de los
mortales les costaría decenas de años escalar y pueden mantenerse
en ellas durante períodos que no pocas veces desafían la lógica y
la imaginación.
Son
los dictadores, especímenes más políticos que humanos que a veces
abundan, a veces escasean, y cuyos orígenes pueden rastrearse en el
comportamiento entre los primates o del hombre de las cavernas. Por
eso, algunos antropólogos tienden a diagnosticarlos como un signo o
mal incurable de la especie, como uno de esos abscesos a los cuales
convendría más bien tolerar que extirpar.
Tienen,
sin embargo, sus hábitats o áreas de cultivo de preferencia, como
pueden ser países o regiones donde cunde la pobreza, la poca o nula
rotación social, el congelamiento en las expectativas y esperanzas,
las desigualdades e injusticias crónicas y el atraso que consume
salud, tiempo y vidas.
Y
ahí irrumpen ellos, los dictadores, con sus espadas flamígeras y
sus huestes redentoras que prometen corregir en días, semanas o
meses, lo que a los simples mortales les gastaría decenas, veintenas
de años.
Unas
veces pueden ser parcos, severos, austeros, intratables, casi mudos,
pero otras sufren de incontinencia verbal, exageran la nota
histriónica, derrochan simpatía hasta abrumar a conocidos y
extraños y los ha habido que son buenos cantantes, mejores
bailarines y hasta excelentes malabaristas que podrían ganarse
honradamente la vida entre las sogas de los circos.
A
unos y a otros los caracterizan, sin embargo, dos sellos o marcas sin
las cuales podría decirse que escapan a la dualización,
diferenciación y clasificación que para Jorge Luís Borges son
insoslayables si se quiere hacer al mundo “descriptible y
comprensible”
La
primera es el rechazo a las normas, ya se expresen en mandamientos,
constituciones, o leyes; la segunda, un desmedido apego a la
violencia que los empuja a comportarse como apocalípticos,
desintegrados y desinsertados para los cuales la destrucción, la
disolvencia y la corrosión, si no están en los hechos, no hay que
descolgarlas nunca de las palabras y los pensamientos… que son sus
promotores.
Hombres
de espadas, de fusiles, pistolas, granadas, tanques, aviones de
combates, helicópteros, lanchas patrulleras, bombas incendiarias,
atómicas, nucleares, cárceles, cerrojos, rejas, y de todo cuando al
calor de los estallidos, de las explosiones y los fogonazos vuelve al
mundo gris, oscuro, sombrío, indiscernible.
Pero
sobre todo ilegal, inconstitucional, anormal, o por lo menos un lugar
donde la ley, la constitución y la norma “escritas”, son las que
imponen las circunstancias que resultan siempre las de él, las del
incontrolable, las del dictador.
De
ahí que, de haber constituciones, mandamientos, leyes y normas
tienen que ser lo suficientemente flexibles, ambiguas y biunívocas
para que funcionen como un gatillo, espoleta o detonante de sus
arranques, de sus bramidos.
Este
imprevisto también determina que se desvivan por el olor y sabor a
pueblo, masas, multitudes, ya que si se filtra el contrabando de que
la ley es lo que establecen las mayorías, los pueblos, las masas y
las multitudes en la calle (todo lo que llaman “El Soberano”),
entonces el parlamento y sus legislaciones no son sino fruslerías.
Añagaza
que está ligada a otra “carta marcada”, como es la de la llamada
“democracia participativa y protagónica” que viene a oponerse y
sustituir “a la otra”, a la “formal, representativa y
burguesa”, cuyo espíritu desaparece en cuanto se rapa su
naturaleza general, imparcial y objetiva, que es lo que la convierte
en herramienta eficaz de la justicia e igualdad sociales.
Aquí
la ecuación resulta sencilla, pues si se tienen recursos, ya
provengan de impuestos, de los despojos vía expropiaciones, o de un
producto minero de altísima cotización en los mercados
internacionales, pues simplemente se compra “el amor” del pueblo,
de las masas y multitudes, suministrándoles lo básico para
sobrevivir, pero sin permitirles que se muevan de su condición de
súbditos, de vasallos, de hijos del padre protector.
Esto
también se complementa con una prédica o catequesis, según la
cual, el que no acepta ser ayudado, valido y asistido, es un enemigo
del pueblo, del régimen, del jefe y caudillo y aliado de quienes
luchan por destruirlo.
Y
aquí aterrizamos en la estación última del viaje hacia la
generación y formación del dictador, como es su rol de dador de
libertades, pues las mismas existen, pueden existir, porque en su
infinita bondad y sabiduría el dictador permite que individuos,
grupos y partidos disfruten de este bien que no es consecuencia del
desarrollo, la dinámica o progresos sociales, sino de la voluntad
del “Lord Protector”.
Desde
luego que estoy hablando de una modalidad renovada, actualizada, y
sofisticada de dictadura, como es la que surgió en América Latina
después de la “Guerra Fría”, y que en su afán por burlar el
cerco de las organizaciones multilaterales que tutelan el estado de
derecho y la democracia constitucional, accede al poder a través de
procesos electorales, dice que gobierna en nombre de la Constitución
y las Leyes, mientras en los hechos va horadando las instituciones,
acabando con la independencia de los poderes, negando el contrato
social consensuado, la inclusión y la pluralidad y sacando a flote
al déspota, al tirano y dictador de siempre.
Daniel
Ortega en Nicaragua, Hugo Chávez y su sucesor Nicolás Maduro en
Venezuela, y Evo Morales en Bolivia son los puntales de esta
neodictadura que tuvieron como directores y maestros de ceremonia a
los dictadores más longevos de los tiempos que corren: los hermanos,
Fidel y Raúl Castro.
Panas,
cofrades, compinches, socios, íntimos de los dictadores que se
cayeron o desaparecieron (Moamar Gaddafi, Mahmoud Ahmadinejad) o aún
quedan en el Medio Oriente como Bashar Al Assad de Siria; empeñado
en detener a sangre y fuego las olas de protestas que terminarán
arrojándolo del mando. En otras palabras: alzamientos, protestas,
manifestaciones y elecciones no son argumentos suficientes para que
estas figuras sedientas de poder y acepten que sus días han
concluido y no les queda otro camino que irse a sus casas, al exilio,
o a donde sus circunstancias decidan. Aún más: pueden estar
carcomidos por los años, por los embates del tiempo implacable e
incontrolable, contar 80, 85, 90 años, e incluso, padecer
enfermedades incurables que les recomendarían hacer un alto para
dedicarse a su salud y garantizarse una recuperación con calidad de
vida; pero no, ahí están, sacándole el juguito a su ego, tratando
de demostrar y demostrase que aún pueden, cuando es evidente que lo
que les toca es reconocer que son mortales y gobernar en contra de la
biología, o de los informes médicos, es una ilusión aberrante,
atroz, inhumana.
Pero
el miedo es la pasión dominante en los dictadores, el temor de dar
cuentas ante una instancia o tribunal que no se previó, y no conocer
que la compasión ante los que nada pueden, ante los desvalidos, es
también un rasgo constitutivo de la naturaleza humana.
De
Platón a Maquiavelo, de Donoso Cortés a George Orwell se ha tratado
de definir al dictador y su dictadura. Yo, sin embargo, me quedo con
esta aproximación del novelista italiano, Alberto Moravia: “Una
dictadura es un estado en el que todos temen a uno, y uno teme a
todos”.
@MMalaverM
Comentarios