por Emisora
Costa del Sol FM · 19 septiembre, 2016
L
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os buenos
artículos me gustan casi tanto como los buenos libros. Ya sé que no son muy
frecuentes, pero ¿no ocurre lo mismo con los libros? Hay que leer muchos hasta
encontrar, de pronto, aquella obra maestra que se nos quedará grabada en la
memoria, donde irá creciendo con el tiempo. El artículo que Héctor Abad
Faciolince publicó en EL PAÍS el 3 de septiembre (Ya no me siento víctima),
explicando las razones por las que votará sí en el plebiscito en el que los
colombianos decidirán si aceptan o rechazan el acuerdo de paz del Gobierno de
Santos con las FARC, es una de esas rarezas que ayudan a ver claro donde todo
parecía borroso. La impresión que me ha causado me acompañará mucho tiempo.
Abad Faciolince cuenta una trágica historia familiar.
Su padre fue asesinado por los paramilitares (él ha volcado aquel drama en un
libro memorable: El olvido que seremos) y el marido de su hermana fue
secuestrado dos veces por las FARC, para sacarle dinero. La segunda vez,
incluso, los comprensivos secuestradores le permitieron pagar su rescate en
cómodas cuotas mensuales a lo largo de tres años. Comprensiblemente, este señor
votará no en el plebiscito; “yo no estoy en contra de la paz”, le ha explicado
a Héctor, “pero quiero que esos tipos paguen siquiera dos años de cárcel”. Le
subleva que el coste de la paz sea la impunidad para quienes cometieron crímenes
horrendos de los que fueron víctimas cientos de miles de familias colombianas.
Pero Héctor, en cambio, votará sí. Piensa que, por
alto que parezca, hay que pagar ese precio para que, después de más de medio
siglo, los colombianos puedan por fin vivir como gentes civilizadas, sin
seguirse entrematando. De lo contrario, la guerra continuará de manera
indefinida, ensangrentando el país, corrompiendo a sus autoridades, sembrando
la inseguridad y la desesperanza en todos los hogares. Porque, luego de más de
medio siglo de intentarlo, para él ha quedado demostrado que es un sueño creer
que el Estado puede derrotar de manera total a los insurgentes y llevarlos a
los tribunales y a la cárcel. El Gobierno de Álvaro Uribe hizo lo imposible por
conseguirlo y, aunque logró reducir los efectivos de las FARC a la mitad (de
20.000 a 10.000 hombres en armas), la guerrilla sigue allí, viva y coleando,
asesinando, secuestrando, alimentándose del, y alimentando el narcotráfico, y,
sobre todo, frustrando el futuro del país. Hay que acabar con esto de una vez.
¿Funcionará el acuerdo de paz? La única manera de
saberlo es poniéndolo en marcha, haciendo todo lo posible para que lo acordado
en La Habana, por difícil que sea para las víctimas y sus familias, abra una
era de paz y convivencia entre los colombianos. Así se hizo en Irlanda del
Norte, por ejemplo, y los antiguos feroces enemigos de ayer, ahora, en vez de
balas y bombas, intercambian razones y descubren que, gracias a esa convivencia
que parecía imposible, la vida es más vivible y que, gracias a los acuerdos de
paz entre católicos y protestantes, se ha abierto una era de progreso material
para el país, algo que, por desgracia, el estúpido Brexit amenaza con mandar al
diablo. También se hizo del mismo modo en El Salvador y en Guatemala, y desde
entonces salvadoreños y guatemaltecos viven en paz.
El aire del tiempo ya no está para las aventuras
guerrilleras que, en los años sesenta, solo sirvieron para llenar América
Latina de dictaduras militares sanguinarias y corrompidas hasta los tuétanos.
Empeñarse en imitar el modelo cubano, la romántica revolución de los barbudos,
sirvió para que millares de jóvenes latinoamericanos se sacrificaran
inútilmente y para que la violencia —y la pobreza, por supuesto— se extendiera
y causara más estragos que la que los países latinoamericanos arrastraban desde
hacía siglos. La lección nos ha ido educando poco a poco y a eso se debe que
haya hoy, de un confín a otro de América Latina, unos consensos amplios en
favor de la democracia, de la coexistencia pacífica y de la legalidad, es
decir, un rechazo casi unánime contra las dictaduras, las rebeliones armadas y
las utopías revolucionarias que hunden a los países en la corrupción, la
opresión y la ruina (léase Venezuela).
La excepción es Colombia, donde las FARC han
demostrado —yo creo que, sobre todo, debido al narcotráfico, fuente inagotable
de recursos para proveerlas de armas— una notable capacidad de supervivencia.
Se trata de un anacronismo flagrante, pues el modelo revolucionario, el paraíso
marxista-leninista, es una entelequia en la que ya creen solo grupúsculos de
obtusos ideológicos, ciegos y sordos ante los fracasos del colectivismo
despótico, como atestiguan sus dos últimos tenaces supérstites, Cuba y Corea
del Norte. Lo sorprendente es que, pese a la violencia política, Colombia sea
uno de los países que tiene una de las economías más prósperas en América
Latina y donde la guerra civil no ha desmantelado el Estado de derecho y la
legalidad, pues las instituciones civiles, mal que mal, siguen funcionando. Y
es seguro que un incentivo importante para que operen los acuerdos de paz es el
desarrollo económico que, sin duda, traerán consigo, seguramente a corto plazo.
Héctor Abad dice que esa perspectiva estimulante
justifica que se deje de mirar atrás y se renuncie a una justicia
retrospectiva, pues, en caso contrario, la inseguridad y la sangría continuarán
sin término. Basta que se sepa la verdad, que los criminales reconozcan sus
crímenes, de modo que el horror del pasado no vuelva a repetirse y quede allí,
como una pesadilla que el tiempo irá disolviendo hasta desaparecerla. No hay
duda que hay un riesgo, pero, ¿cuál es la alternativa? Y, a su excuñado, le
hace la siguiente pregunta: “¿No es mejor un país donde tus mismos
secuestradores estén libres haciendo política, en vez de un país en que esos
mismos tipos estén cerca de tu finca, amenazando a tus hijos, mis sobrinos, y a
los hijos de tus hijos, a tus nietos?”.
La respuesta es sí. Yo no lo tenía tan claro antes de
leer el artículo de Héctor Abad Faciolince y muchas veces me dije en estas
últimas semanas: qué suerte no tener que votar en este plebiscito, pues, la
verdad, me sentía tironeado entre el sí y el no. Pero las razones de este
magnífico escritor que es, también, un ciudadano sensato y cabal, me han
convencido. Si fuera colombiano y pudiera votar, yo también votaría por el sí.
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